Yo-Dan
de Eduardo Romero
Gote
La simultánea con Enda Hideki del día anterior me había dejado satisfecho. Di una buena pelea, con las nueve piedras de handicap, por supuesto. No había perdido la dirección de juego durante casi toda la partida, o al menos esa fue mi impresión. Pero sigo sin entender cómo hace un profesional para sintetizar toda su experiencia y conocimiento para, con una simple mirada, encontrar ese punto vital que a mí ni cinco minutos de lectura concentrada logran sugerirme. Cada vez que pensaba que había entendido la configuración de piedras que estaba viendo, una nueva piedra blanca era depositada en un lugar inesperado, revirtiendo todo lo que estaba pensando sobre la elegancia de mi juego. Pasaba de creer que éste era calmo pero firme frente al profesional, a encontrarlo torpe y tosco, como un mono que trata de imitar a un virtuoso artesano. Una vez jugada, cada piedra blanca reclamaba su lugar en el tablero como el único posible, de una manera tan natural que hasta alguien que desconoce las reglas del juego lo notaría.
Cuando desperté de la siesta todavía estaba en ese limbo entre el sueño y la vigilia. Había jugado go toda la mañana de ese sábado en KGS y las imágenes de las partidas volvían a mi mente. Pequeños fragmentos iban y venían, dotados de la misma dinámica y eco con que retumban las secuencias en el pensamiento durante la lectura en los momentos decisivos de una partida. No era la primera vez que me ocurría. En esos momentos de penumbra del pensamiento, las formas y el movimiento adquieren cualidades que no pueden percibirse despierto. Las piedras y los grupos toman olor, sabor y humor. Me inunda la sensación de haber entendido finalmente los conceptos en su estado más refinado, unificando táctica, estrategia, forma y estilo como partes de una única entidad imposible de describir. Justo en ese momento, cuando el destilado de pensamiento parece cristalizarse en algo tangible, termino de despertar y se deshace sin dejar nada concreto que pueda utilizar luego. Como un espectro que va haciéndose cada vez más nítido, pero que, al intentar aprehenderlo, se desvanece entre mis dedos como humo de cigarrillo al chocar contra el techo.
Una vez escuché, creo que en una película, que cierta mitología supone que antes de salir a este mundo uno tiene todo el conocimiento del universo, pero lo olvida al momento de nacer. Será tal vez que esos instantes de modorra nos acercan a ese estado previo.
Y después, la nada. Volver a mi mediocre kyu de un dígito. Horas de lectura no lograron nunca ni un atisbo del entendimiento experimentado en esos momentos. Me conformaba con quedar del lado del que acierta la respuesta cuando leía una de las preguntas un tanto sobradoras de Kageyama en su valioso Lessons in the Fundamentals of Go.
El go, como condensador del pensamiento en su estado más puro y concreto a la vez, sin necesitar de las sofisticaciones de la matemática, posee tantos matices como los que las teorías algebraicas más modernas pueden presentar. Como el más imponente problema combinatorio, tan complejo en el detalle que la síntesis y la abstracción son las únicas herramientas que logran aproximarlo, pero nunca de manera totalmente óptima.
Decidido a mover un poco el cuerpo, pues no quería ocupar todo el fin de semana en tareas y placeres intelectuales, me puse el pantalón de gimnasia, cuyo poco uso me hace lucir un tanto disfrazado, y salí a la calle. Corrí cerca de media hora por el corazón de Parque Chacabuco y terminé muy mareado. El calor de un sábado de diciembre a las cuatro de la tarde puede tener efectos devastadores en un cuerpo poco entrenado.
Ahí fue cuando la vi, entre vendedores ambulantes, parejas besándose y familias disfrutando del verde. Después entendí que ése era el lugar indicado, pues en ningún otro lado pasaría tan inadvertida como entre la muchedumbre.
Cuando me preguntó si podía hablar conmigo pensé que me pediría alguna indicación, una dirección, pero el brillo de sus ojos y la sonrisa expectante me indicaron que el encuentro no era casual. Ahora sé que debería haber hecho caso a mi instinto de preservación y rechazar de lleno el contacto, ignorándola, como si no la hubiera visto. Pero la curiosidad y el deseo por lo peculiar me hicieron responder con un tímido gesto de afirmación con la cabeza.
– Jugás al go, ¿no? –preguntó.
–Sí, ¿cómo sabés? –contesté, pálido y aún agitado.
– No te asustes –dijo sonriendo–. ¿No ves que tenés una remera que habla de invasión y tiene piedras de go en vez de platos voladores?
Había olvidado que llevaba puesta la remera que venden en la Asociación.
–¿Vos también jugás? –pregunté, ya más tranquilo pero un poco avergonzado por mi distracción.
–No, yo no juego, pero se puede decir que el go es lo mío.
–No jugás pero el go es lo tuyo… ¿Cómo se entiende eso?
–Decime una cosa, ¿a vos te gustaría tener la facilidad de juego de un primer dan profesional?
Una agitada carcajada me brotó de adentro.
–¿A qué jugador de go no le gustaría?
–Bueno, es simple, pero vas a tener que confiar en mí y hacer exactamente lo que te diga –especificó, entregándome una tarjeta de un azul plateado.
Miré la tarjeta concentrado, tenía un holograma verde con la frase “Imaginación e intuición absoluta”. Mientras terminaba de recorrer con la mirada el voluminoso contorno de cada letra, escuché su voz, que me decía al oído: “repetila antes de dormir esta noche, hasta conciliar el sueño”. Cuando levanté la vista ya no estaba, y al bajarla nuevamente la tarjeta también se había desvanecido.
Confundido, me esforcé en convencerme de que esta vivencia había sido una alucinación, tal vez producto de la sofocación, y emprendí la vuelta a casa.
Durante el resto del día traté de ignorar la experiencia y olvidar la frase. Llegada la hora de dormir, fue inevitable. No podía dejar de repetir la frase, saboreando cada palabra mientras el sueño se apoderaba de mí: “imaginación e intuición absoluta”.
Extraños sueños que mi mente prefiere no recordar fueron el preámbulo de lo que me esperaba. Cuando desperté, si es que puedo asegurar que desperté, mi cabeza daba mil vueltas por segundo. Mi mente oscilaba entre imágenes familiares que usualmente veía al despertar: la sábana pegada a mi boca, el costado de la mesita de luz y la cortina entreabierta; y entre otras imágenes que no llegaba a distinguir pero que claramente no formaban parte de mi entorno. Eran estas imágenes, las desconocidas, las que despertaban en mí una excitante aunque insoportable sensación de entendimiento puro, induciendo una claridad que nunca había tenido, tan nítida que me encandilaba dolorosamente. Esta claridad hablaba de go. Eso fue lo único que logré distinguir y de lo que nunca dudé. Pero aún hoy sigo sin entender exactamente qué dice. Olas de pensamiento agudo siguen yendo y viniendo ininterrumpidamente, cortando con su filo la poca cordura que aún me queda, e impidiéndome realizar la más básica tarea. Entremezclándose con mis percepciones cotidianas las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana.
Y así seguí, hasta que este estado me llevó de manera natural a donde estoy ahora, un hospital psiquiátrico. Pero créanme cuando digo que estar encerrado para mí es irrelevante. Haber perdido el contacto con mi familia, mis amigos, el trabajo, mi vida; nada de esto es tan terrible como el constante aturdimiento que no me abandona ni por un segundo. Sólo quisiera un poco de paz mental.
Sente
Siempre pensé que debería dejar experimentar eso a más mortales, aunque me divierte ver como todos tratan de imitar a los que tienen la sabiduría para el go, sin alcanzarla ni en sueños. Aunque es un decir, porque es justamente en sueños cuando un poco se filtra. Además, sólo aquellos que se esfuerzan de manera inhumana alcanzan el conocimiento práctico y formal como para poder utilizar la inspiración intuitiva provechosamente. A veces quisiera que no fuera mi responsabilidad, y poder liberar la intuición en un caos anárquico de iluminación para todo el mundo.
Me aburre seguir las reglas de esta tarea monótona. Una simple aparición rápidamente olvidada en la vida de un estudioso, que nunca sabrá hasta qué punto me debe gran parte de sus posteriores logros. Sólo de vez en cuando se hace divertido, cuando logro infringir algunos de los requisitos y se me permite ayudar a alguien inesperado, como a un inmaduro niño de doce años pasado de estudio, o a un voluntarioso amateur sin la escuela suficiente como para albergar con calma la capacidad en bruto que le estoy brindando.
Esta vez nada va a impedírmelo, estoy decidida a ir más allá. Aun conociendo las posibles nefastas consecuencias, mi próximo objetivo será un apenas iniciado en el juego de go.
Klapaucius