Fernando Aguilar
22 de noviembre de 2018
La prehistoria
Aprendí a jugar al ajedrez en unas mini-vacaciones que tuvimos en Sierra de la Ventana. Un amigo de la familia que se alojaba en el mismo hotel me enseñó las reglas, relevando así a mi padre de aquella responsabilidad.
Con el tiempo supe que mi padre, Pedro Antonio Aguilar, era un jugador de primera categoría que había tenido actuaciones destacadas, como por ejemplo al formar parte del equipo del club River Plate capitaneado por el maestro Oscar Panno (lo cual me da pie para practicar la vanidad afirmando que “mi viejo jugó en la Primera de Ríver”).
Cuando vio que el juego despertaba mi interés, mi padre empezó a enseñarme algo de teoría, como la idea de ocupar o dominar las casillas centrales, abrir diagonales para los alfiles, etcétera. También me explicó los rudimentos de la apertura Ruy López y los de su favorita, la defensa Caro-Kann, entre otras.
Estaba en sexto grado de la primaria (fines de 1970) cuando se organizó un torneo de ajedrez en mi colegio. Recuerdo que gané la división correspondiente a mi grado, pero después no se jugó la ronda final que estaba prevista entre los distintos cursos.
En cambio, el maestro de mi grado me desafió a jugar con él. Tengo los detalles un tanto borrosos en mi memoria, pero recuerdo que jugamos varias partidas hasta que al final logró vencerme.
En octubre de 1971 se jugó en Buenos Aires el match entre Bobby Fischer y Tigran Petrosian, para definir el retador del campeón Boris Spassky. Mi padre me llevó al teatro San Martín para ver una de las partidas del match, que ahora deduzco que era la tercera.
Fischer, con su genio táctico, era el candidato a ganar el match, pero Petrosian cosechaba muchas simpatías. Mi padre tenía un estilo de juego posicional, basado en una buena estructura de peones, que era más afín al juego de Petrosian.
Un maestro explicaba el juego para el público que se agolpaba en el hall central del teatro. Recuerdo que la partida fue épica, con Fischer lanzando un ataque a fondo y Petrosian aguantando todos los embates, para pasar luego al contraataque. Estando Fischer en problemas, logró forzar las tablas por repetición de posición.
Los comienzos
Algunos meses más tarde aprendí a jugar al go.
En mi casa se compraba el diario La Nación. Allí se publicaban periódicamente notas de ajedrez, que tenían la dificultad de que requerían de un tablero para seguir las explicaciones, las que aparecían con la notación clásica (P4R, P3AD, etcétera). Sólo los problemas de dar jaque mate en 2 jugadas aparecían con un diagrama de la posición.
En cierto momento empezaron a aparecer notas sobre go. El autor era el mismo que publicaba las de ajedrez; supongo que alguien más le “pasaba letra”. Las notas venían con diagramas explicativos, que las hacían atractivas aún para quienes no sabíamos jugar.
Una de las notas explicaba, aparentemente, la regla de la captura de piedras. Uno de los diagramas mostraba la captura de un grupo compacto de piedras que cubría un rectángulo de 6 x 4 puntos. Por algún motivo me llamó la atención y se lo comenté a mi padre, para ver si él lo entendía mejor. Su respuesta fue: “Vayamos a visitar a tu tío Hilario para que nos enseñe a jugar al go.”
El ingeniero Hilario Fernández Long fue quien introdujo el go en la Argentina. Un amigo japonés le enseñó el juego, que le produjo tal fascinación que después empezó a dar cursos introductorios en el Centro Argentino de Ingenieros.
Hilario era primo de mi madre, Laura Angélica López. Ella lo consideraba como un hermano mayor, habida cuenta de que estuvo viviendo con su familia muchos años en su casa de Bahía Blanca, hasta que conoció a mi padre y se casaron. Era habitual que visitáramos a Hilario y familia y que él hiciera alguna mención de su pasión por el go en las conversaciones de adultos en las que yo no intervenía.
Así que fuimos con mi padre una tarde a su casa. Hilario nos explicó las reglas, nos dio algunas líneas generales (del tipo conviene más hacer territorio que capturar piedras) y nos mostró una partida de ejemplo.
En la despedida nos regaló un juego de tablero y piedras y un libro, el How to play Go, una versión en inglés de un libro de Takagawa Shukaku publicado por la Nihon Ki-In.
A partir de ahí, las sesiones de estudio con mi padre consistieron en la lectura de un capítulo del libro que él me traducía del inglés, seguida de una partida que jugábamos entre nosotros.
Quizás debido a que no me gustaba perder ni a la bolita, nuestras primeras partidas fueron tremendamente disputadas. Al poco tiempo, sin embargo, mi padre decidió que yo debía darle dos piedras de hándicap, con lo que compensaba el hecho de que yo aprendía más rápido y, de paso, zanjaba la cuestión competitiva.
El torneo de principiantes
Cuando terminamos de estudiar el libro, mi padre consultó a Hilario para ver cómo seguíamos. Él le comentó que acababa de terminar un curso en el Centro Argentino de Ingenieros y se iba a jugar el torneo de principiantes correspondiente. Así que nos anotamos.
Recuerdo que en la primera ronda me tocó jugar con una señora mayor, que en cierto momento empezó a jugar adentro de mi territorio piedras en primera línea, con la intención de tapar libertades a un grupo mío que cerraba el espacio.
Yo esperé varias jugadas hasta que su propio grupo quedó en atari y entonces lo comí. Hasta el día de hoy me queda la duda de si, por haberme hecho el canchero, no permití que mis propias piedras quedaran en atari en algún momento.
Recuerdo otra partida en la que enfrenté a un ingeniero que varios años después sería profesor mío en la facultad. En esa apliqué el procedimiento de jugar hane, extenderme (nobi) una vez, luego un nuevo hane y seguir formando cadenas de dos piedras que empujaban al rival para ir agrandando mi territorio.
Cuando quedó todo cerrado y yo propuse contar, mi rival dijo que si daba por finalizado el juego él perdería con toda seguridad, así que, para mi horror, invadió alegremente mi territorio. Al final pudo hacer dos ojos y me quitó un buen pedazo, pero a pesar de eso terminé algunos puntitos arriba.
El torneo era por sistema suizo y, en rondas posteriores, tuve que enfrentar a rivales de la talla de Carlos Grimoldi, Alberto Romero Lamas y Eduardo Legaspe.
Yo progresaba semana a semana, pero también los rivales más duros. Finalmente obtuve un honroso tercer puesto, que me hizo acreedor a una pequeña copa que luce orgullosa en mi colección de trofeos.
Sachiko
Corría el año 1972 y la actividad de go en el país estaba en plena efervescencia.
En septiembre de ese año visitó nuestro país el maestro Iwamoto Kaoru, que realizaba una gira de difusión por el continente. Lo acompañaba una joven jugadora profesional, Kodama Sachiko.
Se organizó un evento en el Centro de Ingenieros, en el cual Iwamoto jugó una partida con 7 piedras de hándicap con Enrique Lindenbaum, el jugador más fuerte de la camada de argentinos de ojos redondos.
Luego de eso, ambos profesionales jugaron una serie de partidas simultáneas con los que estábamos interesados.
En aquel entonces la costumbre era jugar mano a mano y era muy raro que se jugara una partida con alto hándicap. Como consecuencia de eso, se sabía muy poco de teoría.
Unos días antes del evento salió una nota en el diario en la que se explicaba cómo responder al kakari bajo a una piedra de hoshi. La jugada que proponía era el kosumi-tsuke, es decir, en diagonal a la piedra negra y en contacto con la piedra blanca. No recuerdo si aclaraba o no qué se debía hacer luego de la respuesta de Blanco.
Poco antes de que comenzara la exhibición del maestro, un jugador amateur fuerte que acompañaba la delegación japonesa tuvo una conversación con un grupo de aficionados. Éstos le preguntaron por un fuseki que, habían escuchado, solía usarse en partidas con alto hándicap, en el cual Blanco juega kakari bajo a un rincón y kakari alto de dos puntos al rincón contiguo, para luego jugar un sombrero (boshi) sobre la piedra de hándicap del borde.
No recuerdo qué respondió el japonés, pero luego en la partida, Iwamoto arrancó con ese mismo planteo.
Recuerdo el asombro que nos producía a los espectadores (empezando por los jugadores de mayor nivel) el juego del maestro. Lindenbaum armaba prolijamente sus bosquejos territoriales e Iwamoto los invadía con jugadas insólitas, nunca vistas hasta entonces.
El colmo fue cuando invadió un espacio que Negro había armado como resultado del joseki clásico de tsuke-nobi, que todos daban por territorio negro. Parecía que el grupo invasor se moría, pero al poco rato quedó claro que viviría. El resultado final fue una victoria de Blanco por 11 puntos.
Luego vino la sesión de simultáneas, donde tuve la primera experiencia de enfrentar a una jugadora profesional. Yo tenía nivel de principiante (o poco más) y debía poner 9 piedras, pero Sachiko (cuyo apellido cambió de Kodama a Kondo luego de casarse) pidió jugar con 7 piedras, tal vez por respeto al maestro que había dado sólo 7 en la exhibición.
Ante el primer kakari yo contesté kosumi-tsuke, como había leído, pero en cuanto me respondió con el (ahora) consabido nobi, no supe qué hacer. Opté entonces por hacer tenuki y jugar un shimari en otro rincón. Siguió un segundo kakari (en el punto que debí ocupar yo para defender el rincón) y pronto mis piedras cayeron bajo un ataque severo.
A partir de allí, mis posiciones fueron cayendo una tras otra, incluso las que había defendido de antemano. Recuerdo por ejemplo que en un rincón en el que yo había hecho un shimari, Sachiko atacó con una jugada en 5-2 por el otro lado, yo no respondí (porque no sabía qué hacer) y entonces entró en san-san.
Cuando quedó claro que la victoria de Blanco era aplastante, la profesional pidió suspender el juego.
La Asociación
El paso siguiente que dimos con mi padre fue hacernos socios de la Asociación Argentina de Go.
Empezamos a ir los sábados por la mañana al lugar de encuentro, un salón grande de la Escuela del Sol en el barrio de Belgrano.
Se respiraba un ambiente de muchísimo entusiasmo por el go, mezclado con el humo de cigarrillo. La concurrencia era muy nutrida, pero yo era casi el único chico.
Una vez terminado el libro introductorio, había dos opciones para continuar el estudio: Go Proverbs Illustrated, traducción al inglés de un libro de Segoe Kensaku (el maestro de Go Seigen), o bien Basic Techniques of Go, un libro publicado por la Ishi Press (la primera editorial dedicada a la publicación de libros de go en inglés), cuyos autores eran Haruyama Isamu y Nagahara Yoshiaki.
El Go Proverbs fue el libro que decidió comprar mi padre y dedicamos varios meses a su estudio. El primer capítulo: “Seis mueren y ocho viven”, era bastante sencillo. Pero la cosa empezaba a complicarse cuando se pasaba a: “En la tercera línea, cuatro mueren y seis viven”.
Pronto vino el torneo por la Copa La Nación. En 1972 se jugó la segunda edición.
El torneo estaba organizado en cuatro categorías, al estilo de los torneos de ajedrez. Supuestamente, los que ganaban en cada categoría subían de categoría para el año siguiente, mientras que los que quedaban en los últimos lugares descendían (en la práctica creo que nunca se aplicó esa regla, ya que los jugadores variaban mucho de nivel de juego de un año al otro).
El torneo de primera categoría se disputaba por la copa. Quien ganara tres veces consecutivas o cinco alternadas se quedaría con ella.
Nos anotamos entonces en el torneo de cuarta categoría. Yo hice mi mejor esfuerzo, pero no alcanzó frente a la fuerza de jugadores como Legaspe o Romero Lamas. Finalmente obtuve 7 puntos en 9 rondas y mi padre terminó con 6. En principio eso no nos alcanzaba para subir de categoría.
En ese entonces los jugadores de primera categoría me resultaban inalcanzables, pese a que jugaban en el mismo salón. El torneo lo ganó, por segundo año consecutivo, Noboru Hara, un jugador muy fuerte de la colectividad japonesa, derrotando a los jóvenes valores locales como Lindenbaum, Franklin Bassarsky, Héctor Rebagliattti y Carlos Asato.
En una pequeña nota que salió en una revista de actualidad, a Noboru Hara se lo describía como “silencioso, sagaz, austero, maneja las fichitas y las convierte en demoledores tanques de guerra.” Tiempo después, el estudio del Go Proverbs había dado sus frutos y yo había elevado bastante mi nivel, además de enamorarme del juego. Los contactos con los jugadores más fuertes empezaron a hacerse más asiduos.
Recuerdo una vez que se organizó una reunión de estudio en una casa, a la que asistieron Ernesto Cepeda, Alberto Romero Lamas y varios más. La actividad consistió de la lectura del capítulo de Aji del libro Strategic Concepts of Go, de Nagahara Yoshiaki. El tema me pareció tan interesante que después pedí ese libro como regalo a los Reyes Magos.
El estrellato
Ya entrado el año 1973, llegó el momento de disputar la tercera edición de la Copa La Nación.
Pese a mis resultados del año anterior, fui inscripto en el torneo de segunda categoría, habida cuenta del aumento de nivel de juego que había tenido ese año.
El torneo fue muy disputado, pero pude ganarlo invicto, relegando al segundo lugar a Pedro Hecht.
En la partida decisiva que jugué con él, traté de aplicar las ideas que había leído en el capítulo del Strategic Concepts titulado Yosu-miru. Mi maniobra fue muy rudimentaria, pero me las arreglé para tomar ventaja en el medio juego.
En la primera categoría, Enrique Lindenbaum derrotó a Noboru Hara y ganó el torneo, evitando que se quedara con la copa. La noticia causó una gran sensación en el círculo de los amantes del go.
Tiempo después, en la Asociación se decidió organizar el Campeonato Argentino.
La idea era tener un gran torneo abierto para jugadores de todas las categorías, que consagrara un campeón nacional. Se puso en juego la Copa Marco Polo, donada por la empresa Fiat y nombrada en homenaje a aquel italiano que forjó vínculos con el Oriente.
El torneo se organizó en tres fases. En la primera, los jugadores de las categorías inferiores jugamos distribuidos en grupos, todos contra todos, para clasificar a la siguiente fase a los primeros de cada grupo.
En la segunda fase se incorporaron los jugadores de primera categoría y se organizaron dos grupos, para jugar nuevamente todos contra todos y clasificar a los tres primeros de cada grupo a una gran ronda final.
En los hechos, esa final se disputó entre 7 jugadores, porque en uno de los grupos hubo un empate.
En la segunda fase del torneo me tocó enfrentar a Franklin Bassarsky, que vino de visita a mi casa.
En ese entonces, mi costumbre era acumular territorio en la apertura y después tratar de arreglármelas con la influencia del adversario en el medio juego.
En esta partida hice un planteo similar, pero cedí tempranamente un pon-nuki, por lo cual fui muy criticado por Franklin en el comentario que hicimos al finalizar.
Recuerdo que en determinado momento él hizo una jugada defensiva en el punto clave de un grupo que respondía a la forma de la escuadra del carpintero. Si bien el proverbio dice que esa forma da lugar a un ko, en este caso la posición estaba relativamente abierta, por lo cual sospecho que tal defensa no era estrictamente necesaria.
Tomé entonces la iniciativa para reducir la influencia del centro, pero aun así no me alcanzó y perdí por 2 puntos y medio.
También me tocó enfrentar a Enrique Lindenbaum. Él hizo un juego muy prolijo, según su costumbre, pero no tuvo el cuidado necesario para tomar una cantidad de territorio suficiente.
En ese entonces yo había empezado a aprender diversas nociones de apertura con el libro Modern Joseki and Fuseki, de Sakata Eio, que recibí como regalo de cumpleaños.
En esta partida pude ganar simplemente por hacer más territorio, ya desde el comienzo.
El resultado de esta partida también causó revuelo, ya que Enrique era el candidato natural para ganar el campeonato.
Estando el torneo todavía en marcha, me hicieron una nota periodística para la Revista La Nación, una publicación que salía con la edición de los domingos.
Titulada “La pequeña estrella del go”, la nota me presentaba como “campeón de apenas 14 años”.
Eso, pese a que faltaba toda la tercera fase del torneo y que, como se vio en la partida con Franklin, mi juego todavía no estaba maduro.
Con el tiempo tuve que acostumbrarme a que se usara mi imagen de “niño prodigio” para difundir el go. Con el tiempo también pude comprobar que el efecto que producía toda esa perorata era ínfimo.
En la ronda final, además de Bassarsky, Lindenbaum y un servidor, participaron Carlos Asato, Pedro Hecht, Alberto Romero Lamas y Enrique Burzyn.
Mi juego seguía aumentando de nivel y esta vez pude ganarle a Franklin, además de repetir el triunfo con Enrique Lindenbaum. Llegué invicto a la última ronda y recuerdo los nervios que tenía cuando enfrenté a Pedro Hecht.
Gané el torneo con 6 puntos y salió segundo Carlos Asato con 5. La partida decisiva con él, que se jugó allá por la cuarta ronda, se definió a mi favor luego de que, en un ko en el que se jugaba la conexión de un grupo grande mío en el centro, Asato amenazara cortar un pedazo más chico del grupo, que no le alcanzaba para ganar, porque según dijo, no le gustaban los ko.
Modus vivendi
La lectura de estos apuntes me hace caer en la cuenta de lo vertiginoso que fue todo ese proceso.
En aquella nota de la revista aparece el dato (que había olvidado) de que aprendí a jugar en abril de 1972. O sea que en menos de dos años pasé de principiante a campeón.
Yo siempre decía que me llevó tres años llegar a primer dan, pero ahora veo que fueron sólo dos.
Más importante que eso, el go se instaló en mi vida de manera irreversible. Como solía decir Franklin, una vez que “te picó el bichito” es muy difícil volver atrás.
Con el tiempo mi padre me confesó que lamentaba no haber conocido antes el go. Con su primacía de la estrategia sobre la táctica, le resultaba un juego aún más fascinante que el ajedrez.
A mí, esa fascinación llevó a que incorporara el go en todos los órdenes de mi vida. Todo lo que hacía lo relacionaba con el go de un modo u otro. Y eso continúa hasta el día de hoy.